Es una idea bastante extendida que la ciencia avanza gracias a genios que, de repente, se sacan de la nada una nueva teoría (paradigma es la palabra más querida para quienes se comparan con Galileo, Einstein, etc.) que lo revoluciona todo. Y en el tiempo que transcurre entre dos revoluciones los científicos son una especie de loros que se limitan a repetir las enseñanzas de estos genios. El origen de esta concepción de la ciencia probablemente provenga de la falacia muchas veces propagada interesadamente de que la ciencia no es más que otra religión u otro sistema de creencias basado en la fe, y por tanto, que funciona como estas, a base de profetas y enviados celestiales. Nada más lejos de la realidad. Como ejemplo, veamos la vida y obra de uno de los mayores científicos de la Historia: Sir Isaac Newton.
Su personalidad
Newton no era precisamente una persona de trato fácil. Era un puritano fanático religioso, egocéntrico, misógino (se dice que murió virgen y orgulloso de ello), manipulador, intolerante… Vamos, una joya. El tipo de persona que nunca querrías como vecino, y mucho menos como jefe. Sus disputas con Leibniz alcanzaron la categoría de conflicto internacional, y siguió atacándolo incluso después de muerto. Escribía artículos bajo pseudónimo alabándose a sí mismo y no toleraba que nadie le hiciera sombra. Estaba obsesionado con los plagios, por lo que escribía sus descubrimientos de la manera más complicada posible, para que sus rivales no pudieran entenderlos, y algunos de sus descubrimientos sólo los publicó gracias a las presiones de Edmund Halley, uno de sus pocos amigos. Leer Más...
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